HITO 4.1 – devolución de Tacna a Perú

jueves, 11 de noviembre de 2010

La Reincorporación de Tacna al Perú es un acto realizado el 28 de agosto de 1929 donde, la región de Tacna y Arica, ocupada por chilenos durante cincuenta años, es objeto, junto Tarapacá, de la llamada Chilenización. El 3 de junio de 1929 en la ciudad de Lima, es firmado el pacto conocido como “Tratado de Lima” entre los países de Perú y Chile, que pone fin a la controversia de la soberanía de las provincias de Tacna y Arica. Según el tratado, la Provincia de Tacna se reincorporaba al Perú, en tanto que la de Arica quedaba en poder de Chile, comprometiéndose este último a pagar al Perú una indemnización de seis millones de dólares estadounidenses. Fija además la línea de la Concordia como límite fronterizo terrestre entre ambos países, y las servidumbres a favor del Perú en Arica como el Muelle peruano de Arica y el ferrocarril Tacna-Arica.
Tratado de Lima: luego de la firma del Tratado de Ancón en 1883, las provincias de Tacna y Arica pasan a la administración chilena por el término de diez años contados a partir de la ratificación del mismo por los Congresos de ambos países, lo que se produjo en 1884. Luego de ese lapso, un plebiscito decidiría qué país obtenía el dominio de ambas provincias, proceso que se llamó la Cuestión de Tacna y Arica. Sin embargo, a partir de 1910 las autoridades de ocupación iniciarán en la zona una campaña de chilenización que agravó las relaciones diplomáticas y tuvo una gran oposición civil. Finalmente, el plebiscito no se realizará nunca sino se suscribe el Tratado de Lima el 3 de junio de 1929, que devuelve la provincia de Tacna de 8.678 km² al Perú, mientras que Arica de 15.351 km² queda en poder de Chile. En este también otorgó, al territorio chileno las azufreras del Tacora y sus dependencias porque, según dijo el Embajador Figueroa Larraín, los propietarios de ellas eran chilenos. Así quedó separada Tacna de su cerro tradicional. Y, sobre todo, fue interdicta una fácil vía entre esa ciudad y Solivia mediante un habilísimo acto cubierto con las vestiduras de la inocencia. Leguía no sugirió siquiera la idea de que los propietarios antedichos transfirieran sus derechos.
Tampoco buscó informes sobre la realidad económica de la ciudad y la zona que el Perú recuperaba y acerca del futuro de ellas. Y así, bajo las condiciones más desfavorables, cuidadosamente ocultadas por las apariencias de un tratado en que los dos antiguos rivales efectuaban concesiones idénticas.
Podría argumentarse que el Tratado de 1929 no ha hecho más que consolidar una paz frustrante en el sur, al haber puesto punto final a la aspiración irredenta de soñar en grande o de acariciar el gran sueño nacional de la revancha, refundido tímida y apasionadamente en la soledad de los corazones. Pero no se ve por qué la búsqueda del destino del Perú como república, que unifique nuestra esencia multinacional, tenga que estar, necesariamente, anclada en la resignación estoica que condensa el amargo desasosiego del despojo o en el militarismo a ultranza.

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